La inconstitucionalidad de la vigente ley española de Secretos Oficiales
Dictamen Corporativo (Informe del año 1995)
La controversia pública sobre la vulneración del Estado de Derecho desde el propio entorno de la seguridad nacional, llegó a su cenit en el año 1995. En esa polémica se incluyeron la utilización ilegítima de los fondos reservados disponibles en el Ministerio del Interior, las escuchas ilegales realizadas por el CESID, el "caso Lasa-Zabala", el secuestro de Segundo Marey y un largo etcétera de actuaciones protagonizadas directamente por los Servicios de Inteligencia que quedaban o se querían dejar al margen de la acción judicial, amparándolas bajo el oscuro manto del "secreto oficial"
Por ello, la institución del Defensor del Pueblo, representada en aquellos momentos por don Fernando Álvarez de Miranda, incluyó en su informe referido al citado año un tratamiento monográfico de los problemas que suscita el actual marco regulador de los secretos oficiales, preconstitucional ya que se conforma con la Ley 9/1968, de 5 de abril, modificada por la Ley 48/1978, de 7 de octubre. Dicho documento concluía con un significativo llamamiento a las Cortes Generales para que "por éstas se estudie, valore y, en su caso, se apruebe una nueva regulación legal de los secretos oficiales, en la que se tengan en cuenta los derechos y principios proclamados en la Constitución de 1978"
A continuación se reproduce íntegramente tan esclarecedor dictamen. En él queda bien patente la relación que el secreto oficial tiene con la impunidad operativa de los Servicios de Inteligencia bajo todas sus denominaciones (SECED, CESID y CNI).
(Redacción)
Con ocasión de la sentencia dictada el 14 de diciembre de 1995 por el Tribunal de Conflictos de Jurisdicción y de la solicitud presentada con posterioridad a esa resolución por los letrados que ejercitan la acusación particular en unos determinados procedimientos judiciales, esta institución tuvo oportunidad de examinar la legislación vigente sobre secretos oficiales del Estado (Ley 9/1968, de 5 de abril, modificada por Ley 48/1978, de 7 de octubre) y su adecuación a la Constitución de 1978. Como consecuencia de aquel estudio, el pasado día 23 de enero de 1996, se hizo llegar al Presidente de las Cortes Generales, dado que éstas se encontraban disueltas, una comunicación en la que se expresaba la profunda preocupación que a esta institución le producía la actual legislación sobre secretos oficiales, anunciando igualmente que las carencias detectadas en esa materia serían abordadas en el presente informe anual, en los términos que a continuación se indican.
El estudio de la Ley de Secretos Oficiales del Estado afecta a las relaciones entre los órganos constitucionales y los poderes públicos, en una nueva dimensión superadora de alguno de los postulados parlamentarios decimonónicos ya periclitados.
En efecto, la vigencia del principio democrático y las consecuencias de la proclamación del Estado de Derecho hace que todos los poderes públicos estén sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico, con arreglo a un sistema de vinculación positiva, tal y como ha sido reconocido por nuestra doctrina y por nuestra jurisprudencia.
Al propio tiempo, todos los poderes públicos (Parlamento, Gobierno y Poder Judicial) son representantes de ese principio democrático sin que deba establecerse una relación de jerarquía entre ellos. Es decir, difícilmente se puede afirmar que el Parlamento es el único representante de la soberanía popular y que los demás órganos constitucionales del Estado deben únicamente su legitimidad democrática a nuestras Cortes Generales. Lo lógico es sostener la tesis de que tanto unos como otros se incardinan aunque de diferente forma en dicho contexto democrático, siendo todos expresión del mismo y representando a la soberanía popular.
Nuestro sistema político responde al principio de colaboración de poderes, que supone o debe suponer un deslinde competencial de sus funciones y una necesaria coordinación en el ejercicio de las mismas. Ello debe conllevar a que ninguno de los poderes del Estado puede sobresalir por encima de los otros debiendo entre todos ellos guardar el necesario equilibrio institucional. De este modo no se puede afirmar que toda la actividad del Gobierno está exenta de control judicial ni, por supuesto, que el ejercicio de la función jurisdiccional por parte de jueces y magistrados puede conducir a un “gobierno de los jueces”, pues éstos también se encuentran limitados en su función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado en los términos establecidos en el artículo 117 de la Constitución.
En cuanto al contenido de la Ley de Secretos Oficiales podríamos decir, sin perjuicio de un estudio más detallado, que los artículos más relevantes del citado texto legal son los números 4, 11 y 13. En el primero de ellos se enumeran que órganos, en exclusiva, tienen la potestad de calificar “materias clasificadas”: concretamente menciona como órganos autorizados al Consejo de Ministros y a la Junta de Jefes de Estado Mayor. En el artículo 11.2 expresamente se autoriza a los dos órganos anteriormente citados, como los únicos que pueden permitir el acceso a esas “materias clasificadas”. En el artículo 13 prohíbe que esas actividades, una vez clasificadas, puedan ser comunicadas, difundidas o publicadas, constituyendo incluso infracción penal la no-observancia de esa prohibición.
El contenido de los artículos citados, en los términos descritos, genera serias dudas acerca de su validez constitucional, cuando se ponen en relación con alguno de los derechos fundamentales enumerados en el Título I de la Constitución (derecho a obtener la tutela efectiva de jueces y tribunales –art. 24.1– y derecho a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa –art. 24.2–). Con ocasión de actuaciones judiciales recientes, dentro de la jurisdicción penal, se ha puesto de manifiesto esa posible colisión que, desde el punto de vista constitucional, se produce cuando en el curso de una investigación penal por hechos muy graves es preciso aportar al procedimiento determinados documentos, que previamente han sido clasificados como secretos.
La ley que ahora se examina, puede afectar de modo frontal a los derechos fundamentales reconocidos en el artículo 24 de la Constitución. Dicho precepto reconoce a toda persona el derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión. El Tribunal Constitucional ha proclamado, entre otras en las sentencias 70/1984 y 48/1986, que se vulnera ese derecho a la obtención de una tutela efectiva cuando existe una privación o minoración sustancial del derecho de defensa, un menoscabo sensible a los principios de contradicción y de igualdad de las partes que impide o dificulta gravemente a una de ellas la posibilidad de alegar y acreditar en el proceso su propio derecho o de replicar dialécticamente la posición contraria en igualdad de condiciones con las demás partes. En otra resolución (sentencia 46/1982) el tribunal declara que el juez debe acceder a aquellos elementos de prueba que permitan esclarecer los hechos y “agotar los medios de investigación procedentes”. Caso de impedir al juez esa posibilidad, se priva a las partes de poder aportar al proceso todas las pruebas posibles.
El artículo 24.2 establece el derecho de todo ciudadano a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa. Se trata como es evidente, de un derecho intraprocesal, existente dentro del proceso mismo. Al mencionarse expresamente en el apartado 2 del citado artículo que todos tienen derecho “a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa”, pudiera pensarse, en un primer momento, que sólo se otorga este derecho a quienes han de hacer frente a una pretensión de otro. Sin embargo, el Tribunal Constitucional ha sido rotundo al declarar en sentencia 30/1986, que estamos ante un derecho fundamental respecto de cualquier proceso en que el ciudadano se vea involucrado. La profundización constitucional de este derecho ha dado una nueva perspectiva a la interpretación y aplicación de las normas procesales relativas a la admisión de las pruebas, de tal forma que los órganos jurisdiccionales, vienen obligados a la satisfacción de ese derecho, sin desconocerlo ni obstaculizarlo. No se trata de una ampliación sin límites del derecho a la admisión judicial de cualesquiera pruebas que las partes pueden proponer, sino que introduce el Tribunal Constitucional el concepto de “pertinencia”, cuya valoración corresponde al juzgador ordinario (sentencia 40/1986).
Concretamente al referirse el citado tribunal a la utilización dentro del proceso de los medios de prueba pertinentes, ha reconocido que, a la hora de realizar el juicio de “pertinencia” de las pruebas propuestas, no puede sacrificarse su realización a otros intereses que, aun estando también protegidos por el ordenamiento, sean de rango inferior al derecho a recibir una tutela judicial efectiva (sentencia 158/1989). En definitiva el “mayor valor” de los derechos fundamentales, que el alto tribunal ha convertido en criterio hermenéutico de la legalidad ordinaria, no puede ceder ante consideraciones de otra índole (sentencia 24/1990). A este respecto es de destacar lo dispuesto en el artículo 5 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, cuando dispone que “la Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico, y vincula a todos los Jueces y Tribunales, quienes interpretarán y aplicarán las Leyes y los Reglamentos según los preceptos y principios constitucionales, conforme a la interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional en todo tipo de procesos”.
Una vez enumerados los derechos constitucionales que se ven afectados y mencionada la jurisprudencia que ha desarrollado los mismos, puede afirmarse que el problema jurídico surge al poner en relación los derechos fundamentales citados y la Ley de Secretos Oficiales. Este texto legal crea unas “materias clasificadas”, sin que sobre las mismas pueda existir control jurisdiccional alguno. Siempre que en un proceso, de la naturaleza que sea, fuese preciso aportar una de esas materias, la resolución última no estaría en manos del poder judicial, tal y como exige el artículo 117.3 de la Constitución, sino que la decisión pasa por el Consejo de Ministros o por la Junta de Jefes de Estado Mayor (arts. 4 y 11.2 de la Ley de Secretos Oficiales). De esa forma resulta difícil garantizar a los ciudadanos el derecho a obtener una tutela efectiva de jueces y tribunales, puesto que existe una zona de inmunidad que queda fuera de su actuación. Igualmente no puede garantizarse que dentro del proceso puedan utilizarse los medios de prueba que se consideren oportunos, ya que existe una zona oscura en la que la jurisdicción no puede entrar, salvo que así lo autorice el Consejo de Ministros o la Junta de Jefes de Estado Mayor.
Hasta ahora, se ha venido tratando la relación existente entre la Ley de Secretos Oficiales y aquellos derechos fundamentales que proclamados por la Constitución entran en colisión con ese texto legal: pero el problema jurídico planteado, al margen de esa cuestión esencial, tiene también otros aspectos que deben de mencionarse. La propia norma suprema, a lo largo de su articulado, va diseñando tanto la forma en que deben relacionarse los ciudadanos e instituciones con los jueces y tribunales (art. 118 de la Constitución), como el sometimiento de la actuación administrativa al control de aquellos (art. 106.1 de la Constitución).
Respecto al desarrollo jurisprudencial que se ha venido realizando del artículo 118, las resoluciones del Tribunal Constitucional no dejan lugar a dudas. De forma expresa en sentencia 227/1991 literalmente se dijo que: “Ante una situación en la que las fuentes de prueba se encuentran en poder de una de las partes, la obligación constitucional de colaboración con los jueces y tribunales en el curso del proceso determina como lógica consecuencia que, en materia probatoria, la parte emisora del informe esté especialmente obligada a aportar al proceso con fidelidad, exactitud y exhaustividad la totalidad de los datos requeridos, a fin de que el órgano judicial pueda descubrir la verdad”.
El deber de colaboración con jueces y tribunales que de forma genérica y sin excepciones proclama el Tribunal Constitucional, se ve limitado cuando un órgano judicial necesita aportar al procedimiento alguno de esos documentos, informaciones o datos que previamente han sido catalogados como “materias clasificadas”. Esa falta de colaboración incide en el derecho a recibir una tutela judicial efectiva, tal y como admitió el propio Tribunal Constitucional en sentencia de 7 de junio de 1984, al declarar que la sentencia que dictan los jueces y tribunales es un acto que emana de un poder del Estado y todos los poderes del Estado tienen entre sí el deber de colaboración.
En cuanto al sometimiento de la actuación administrativa al control de los tribunales, resulta difícil lograr ese sometimiento cuando la Ley de Secretos Oficiales, con su actual redacción, crea zonas de impunidad, “materias clasificadas”, que contradicen la previsión del artículo 106.1 de la Constitución, por el que se faculta a los tribunales no sólo para controlar la legalidad de la actuación administrativa, sino también para examinar su sometimiento a los fines que la justifican.
Una vez descrito desde el punto de vista constitucional el problema jurídico, es el momento de realizar algunas reflexiones acerca del tratamiento normativo que pudiera darse a los denominados “secretos oficiales”, tomando como referencia los pronunciamientos realizados por el Tribunal Constitucional.
Es indiscutible que el Gobierno, haciendo uso de la potestad que le confiere el artículo 97 de la Constitución, dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado. Dentro de esos amplios conceptos cabe incluir también el término “seguridad y defensa del Estado” que expresamente se menciona en el artículo 2 de la Ley de Secretos Oficiales.
Como consecuencia de las últimas actuaciones que se venían produciendo en relación con la materia que es objeto de este estudio, desde esta institución se remitió comunicación al Ministro de la Presidencia, con objeto de conocer aquellas disposiciones que desde el Gobierno se hubieran dictado con respecto a la Ley de Secretos Oficiales. De la información facilitada, se desprende que el Consejo de Ministros, en su reunión de 16 de febrero de 1996, haciendo uso de las facultades que le confiere el artículo 4 de la Ley de Secretos Oficiales de 5 de abril de 1969, actualizada por Ley de 7 de octubre de 1978, había clasificado como secreto a la estructura, organización, medios y técnicas operativas utilizadas en la lucha antiterrorista por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, así como sus fuentes y cuanta información o datos puedan revelarlas; esta clasificación había afectado también a los ficheros automatizados que en materia antiterrorista estableciera la Administración penitenciaria. Decisiones de esta naturaleza, que en principio se ajustan plenamente a la legalidad vigente, provocan preocupación e incertidumbre si se tiene en cuenta que el ámbito de lo clasificado como secreto, ha sido ampliado incluso a los ficheros automatizados de la Administración penitenciaria y que en el futuro, de ser necesaria la aportación a algún procedimiento judicial de los documentos clasificados como secretos, esa decisión queda en manos del Consejo de Ministros o de la Junta de Jefes de Estado Mayor, excluyéndose así esa decisión del ámbito jurisdiccional.
Esa potestad para dirigir y proteger la seguridad y defensa del Estado, debe realizarse dentro de los cauces y procedimientos que la propia Constitución señala, teniendo en cuenta que en su artículo 1 se define a España como “un Estado social y democrático de Derecho”, que en su artículo 9.3 se garantiza “la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos” y que en su artículo 103.1 se establece que la Administración pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de sometimiento pleno a la Ley y al Derecho.
A nivel internacional el termino “seguridad y defensa del Estado” se reconoce concretamente en el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Fundamentales (Convenio de Roma), en sus artículos 6.1, 8.2, 10.2 y 11.2. En ellos se define la “seguridad nacional” en sentido similar a lo que sería la seguridad y defensa del Estado, que se menciona en la Ley de Secretos Oficiales. La interpretación de las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades conforme con los tratados y acuerdos internacionales ratificados por España (artículo 10.2 de la Constitución), hace que sea jurídicamente posible admitir dentro de nuestro ordenamiento jurídico el concepto “seguridad y defensa del Estado”, el cual actuaría como límite frente al resto de los derechos, extremo que ha sido admitido por la sentencia 110/1984 del Tribunal Constitucional. Sin embargo, habrá que considerar que si los derechos y libertades no son absolutos, menos aún puede predicarse ese carácter a los límites a que ha de someterse el ejercicio de tales derechos. En este sentido se han pronunciado, entre otras, las sentencias 159/1986 y 254/1988 del Tribunal Constitucional.
Aunque en otro apartado de la constitución (artículo 105.b) se establece que la ley regulará el acceso de los ciudadanos a los archivos y registros administrativos, salvo en lo que afecte a la seguridad y defensa del Estado, de este precepto no puede deducirse que exista como derecho fundamental el secreto de Estado.
La aplicación práctica de la actual Ley de Secretos Oficiales pone de manifiesto un problema esencial que no es otro que las relaciones entre la Administración, dirigida en última instancia por el Gobierno, y la jurisdicción como máxima expresión del poder judicial. La regulación de esas relaciones, pasa necesariamente por un respeto a los derechos y principios que se proclaman en la Constitución, teniendo en cuenta que en ella no está prohibido el secreto de Estado, pero de igual forma no se descarta la posibilidad de su control parlamentario o judicial. En un Estado democrático de Derecho, la defensa y seguridad nacional requieren de ciertos ámbitos de secreto y reserva, pero ello no nos puede llevar a hacer de esos ámbitos zonas oscuras en las que no existe posibilidad alguna de intervención.
A este respecto se debería proceder a distinguir entre control de la decisión política del Gobierno de clasificar una determinada materia como secreta, de la hipotética negativa a entregar un documento relativo a materias clasificadas cuando la autoridad judicial lo ha acordado en el seno de un procedimiento en el que la Administración Pública no es parte. Supuesto este que podría dar lugar a pensar en la hipotética existencia de una responsabilidad administrativa en los términos del artículo 139.3 de la Ley 30/1992.
La actual redacción de los artículos 24, 103, 106 y 118 de la Constitución, puede chocar frontalmente con el contenido de los artículos 4, 11 y 13 de la Ley 9/1968. Mientras que los primeros preceptos otorgan un omnimodo poder de investigación a todos los jueces y tribunales, el segundo grupo de los mencionados dificultan y restrigen esas facultades de investigación que la Constitución pone en manos del poder judicial. Siendo la justicia uno de los valores superiores sobre los que se constituye un Estado democrático de Derecho (artículo 1 de la Constitución), resulta difícilmente admisible que en la investigación de delitos muy graves, pueda haber “zonas de impunidad” vedadas al poder judicial.
Aunque pudiera plantearse que los actos que dicta el Consejo de Ministros, al amparo de la Ley de Secretos Oficiales, pueden ser calificados como “actos políticos” y por ello no estarían sometidos al control jurisdiccional, lo cierto y verdad es que la existencia de estos actos debe ser objeto de una interpretación restrictiva, en virtud de lo establecido en los artículos 9.1 y 24 de la Constitución, y de lo señalado en el artículo 7.3 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, cuando dispone que “los juzgados y tribunales protegerán los derechos e intereses legítimos, tanto individuales como colectivos, sin que en ningún caso pueda producirse indefensión”.
El acto político es susceptible de control, como dice la sentencia del Tribunal Constitucional de 22 de enero de 1993, “según la más moderna corriente jurisprudencial”, cuando contenga elementos reglados establecidos por el ordenamiento jurídico; o, como manifiesta la sentencia del Tribunal Supremo de 28 de junio de 1994, cuando el legislador haya definido mediante conceptos jurídicamente asequibles los límites o requisitos previos a que deben sujetarse dichos actos; o, finalmente, según la sentencia del Tribunal Supremo de 8 de febrero de 1994, cuando el acto está sometido a un régimen de reglamentación administrativa.
El sistema diseñado por nuestro ordenamiento jurídico en relación con los secretos de Estado, debe ser analizado, y esa es la propuesta del Defensor del Pueblo, a la vista de otros modelos constitucionales de nuestro ámbito cultural que permitan realizar los estudios de derecho comparado conducentes a un mejor conocimiento de la materia en cuestión.
Por todo cuanto se ha expuesto, el Defensor del Pueblo, como alto comisionado de las Cortes Generales, que tiene encomendado, conforme el artículo 54 de la Constitución, la defensa de los derechos comprendidos en el Título I de nuestra Carta Magna, se encuentra en condiciones de concluir afirmando que una aplicación estricta y literal de una norma preconstitucional como es la Ley 9/1968, de 5 de abril, modificada por Ley 48/1978, de 7 de octubre, puede llegar a vulnerar los derechos fundamentales previstos en los apartados 1 y 2 del artículo 24 de la Constitución, al tiempo que no respeta ni el deber de colaboración con la Administración de justicia, ni permite el sometimiento de la actuación de la Administración al control de los tribunales. Por ello, al amparo de lo dispuesto en el apartado 2 del artículo 25 de la Ley Orgánica 3/1981, de 6 de abril, reguladora de la institución, se propone, a través del presente informe anual a las Cortes Generales –como órgano de representación de la soberanía popular en el que se deposita la potestad legislativa– que por estas se estudie, valore y, en su caso, se apruebe una nueva regulación legal de los secretos oficiales, en la que se tengan en cuenta los derechos y principios proclamados en la Constitución de 1978.